lunes, 25 de mayo de 2015

Conozca la historia del hombre detrás de la 'Calculadora Humana'


Jaime García Serrano habla con un acento fuerte de frases descuidadas que evoca la vida sencilla y cándida de los campesinos. Él mismo luce como un hombre de provincia, bajo de estatura, la cabeza adornada con escasos cabellos grises hacia los lados, el rostro redondo sobre un cuerpo vestido con una pulcritud eclesiástica.
Es difícil pensar que ese hombre sea lo que los matemáticos en nuestro tiempo llaman un calculista, un individuo capaz de resolver en menos de dos segundos una función trigonométrica, o una multiplicación de cinco cifras, o la raíz cuadrada, digamos, de 296548, sin usar una calculadora, ni lápiz ni papel. Todo, en su mente.
No es necesario hacer la prueba. No es necesario preguntarle por el resultado del logaritmo en base 10 de 68943. No es necesario hacerlo, porque para él esa operación mental hace parte de sus hábitos, de la respiración natural de su intelecto. Mientras hablamos, por ejemplo, él observa la placa de un carro e inmediatamente dice: “ese número es la raíz cuadrada de 659934”. Luego continúa sin reparar en el asombro que podría causarle a cualquiera la genialidad que acaba de mostrar.
Sin embargo, la verdadera razón por la que no es necesario hacer la prueba de sus capacidades es porque más de medio país ya lo ha visto en la televisión. Paradójicamente, en un programa de entretenimiento en el que su talento parecía más una diversión de circo que una muestra de capacidad científica. Quien no lo vio en aquel programa, seguramente leyó el artículo que un diario bogotano publicó poniendo en duda sus capacidades. El destino de Jaime García Serrano es paradójico, es el perfecto ejemplo de la grandeza individual de la voluntad de un hombre y la pequeñez colectiva de todo un país que no sabe reconocer a sus héroes.
 

No es una calculadora humana, es un hombre que calcula

La vida de Jaime constituye una de esas historias un tanto romántica que desde hace siglos son contadas en los libros. Un hombre pobre que a fuerza de voluntad y obstinación desarrolla al extremo un particular y extraodrinario talento de modo que éste termina por darle una mejor vida. Ese es el esquema de la historia bíblica de José, el hijo del pastor que por su capacidad para interpretar sueños termina siendo la mano derecha del faraón de Egipto. Ese también es el esquema de la conmovedora historia de David Copperfield.
Jaime nació el 14 de agosto de 1956, en Málaga, un pueblo pequeñísimo de Santander con algo menos de 30,000 habitantes que en su mayoría viven de sembrar legumbres y de la cría de vacas y cerdos. Fue el hijo número diez de once que nacieron dentro del matrimonio de Eleuterio y Leonarda, el uno taxista y ella ama de casa. Jaime no recuerda que su casa fuera mísera o que escaseara la comida o que alguna vez hubiera tenido que ir al colegio descalzo.
Recuerda, sí, una pobreza decorosa en la que no había excesos en diciembre, ni demasiada ropa en los armarios, en la que no había espacio para pedir muchos juguetes, alguna vez, ni siquiera uno solo y en la que hasta tres hermanos dormían en la misma cama. Su casa era exactamente la casa de un hombre que sudaba cada día para satisfacer las demandas elementales y cotidianas de cada uno de sus once hijos.
A sus siete años lo matricularon en la Escuela de la Palma, de allí mismo, de Málaga. Fue en esa escuela que conoció el ábaco, ese mecanismo rudo y primigenio usado por los griegos y los romanos y las primeras civilizaciones para contar.
Aquel pormenor, aquel detalle aparentemente insignificante de conocer el ábaco, el mismo instrumento que en algún tiempo hizo las veces de una calculadora o un computador, vino a definir radicalmente toda la vida de Jaime. Es extraño comprobar cómo esas minucias definen grandes destinos. Por ejemplo, Albert Einstein descubrió su pasión por el universo y sus secretos cuando su padre le enseñó una brújula. Newton, por su parte, escribió una de las leyes más importantes de la física mecánica al ver caer una manzana.
Ahora bien, lo de Jaime y el ábaco, fue sencillamente inexplicable. Es fácil entender que un jovencito de estos días desarrolle una pasión furiosa por un juego de video, o un ipad, o un smartphone. Pero, ni hace 50 años ni en estos días, el ábaco fue tan popular como para hacer ricos a un puñado de empresarios que se dedicaran a su venta.
Él mismo no sabe muy bien cómo explicarlo, solo dice que fue por curiosidad, por gusto, porque el ábaco desarrolló sobre él la una fascinación apenas comparable con el amor. A sus ocho años, Jaime García Serrano se enamoró del ábaco de madera que su padre le había regalado para llevar a la escuela.
Según cuenta, llegaba de la escuela a jugar con el ábaco. Pasaba tardes e incluso noches enteras frente al instrumento, tomando notas, observando cómo la belleza simétrica y fría de las matemáticas iba enseñándoles sus propios caminos. Él recuerda que su madre lo regañaba por trasnocharse junto al trozo de madero y que sus hermanos se burlaban de ver el espectáculo un tanto ridículo de un niño enamorado de un ábaco.
Pero el juego se había tornado obsesivo. No dormía demasiado pensando en cada una de las bolitas del ábaco y en todas las formas posibles de sus combinaciones. Un día cualquiera, en medio de ese juego febril, comprobó que había desarrollado su propio método para aprender las tablas. Jaime no recuerda muy bien cuándo fue eso, cuántos años tenía, pudo ser antes de los 13 o 14 años.
Lo que sí recuerda muy bien es el método. Según dice, descubrió que era preferible aprender las tablas de multiplicar en este orden, primero la del 5, luego la del 6, la del 4, el 9, el 2, la del 3, la del 8, y 7. Empezando por la del 5, explica Jaime, el truco es el siguiente: si usted va a multiplicar cualquier número por cinco, tome el número a multiplicar, divídalo en dos y agréguele un cero y obtendrá el resultado. Por ejemplo, 530 x 5, sería igual a la mitad de 530, que es 265, y a este número le agrego un cero, es decir, el resultado es 2650. Si se trata de un número impar, haga lo mismo, pero en lugar de agregar un cero, corra lo coma un lugar a la derecha y tendrá el resultado. Magnífico.
Al imaginar a un adolescente de 12 o trece años descubriendo e inventando formas de aprender las tablas de multiplicar en un pueblo remoto y con una máquina ancrónica, fácilmente uno tiende a creer que se trata de algo así como una especie de genio ignorado, poco sociable, silencioso y solitario, acaso con alguna rareza mental. En eso, Jaime no deja de sorprender, pues se trataba de todo lo contrario.
Ahora, desde la perspectiva de sus 58 años, Jaime dice que llegó a ser calculista por una casualidad, otra, como la casualidad tan ordinaria de haber conocido el ábaco.
Jaime realmente había soñado toda su infancia con ser un futbolista. De hecho, muchos de sus contemporáneos de Málaga lo recuerdan y lo evocan menos por aquello de las matemáticas, que por haber hecho parte del único equipo de la selección de Málaga que le dio la gloria a ese pueblo de ganar un torneo departamental de fútbol. Fue en 1972, cuando Jaime contaba 16 años. Ese mismo año, en su pueblo lo condecoraron con la medalla al 'deportista del año'. Y ese mismo año, luciendo la camiseta número 10, jugó en la Selección Santander como volante de creación, teniendo como director técnico a Álvaro 'el Pipa' Solarte, quien luego entrenaría al Bucaramanaga; y siendo compañero de Eusebio Vera Lima, quien jugó en el Bucaramanga, en Santa Fé, en Millonarios y en la Selección Colombia, así como de Ricardo 'el Pitirry' Salazar.
Sí, el hombre que años después ganaría un récord guiness por calcular en el menor tiempo una raíz cuadrada de más de 100 dígitos, jugó al lado de dos futbolistas que hicieron parte de la Selección Colombia en 1980.
Y más allá de haber figurado en esos equipos, Jaime, dice 'el Pitirry' Salazar, era también un genio con el balón. Salazar, que ahora es el gerente del Deportes Tolima, dice que se trataba de un hombre habilidoso, que jugaba con el balón pegado al pie, gambeteador, a quien su baja estatura le ayudaba para evadir a los rivales y que tenía un estilo semejante al de Willington Ortíz.
Pero fue otra casualidad a la vez tan mínima y tan definitiva la que lo alejó del fútbol: una lesión. Lo extraño, es que no se trató de una ruptura de ligamentos, o una fractura, o al menos un desgarro. Fue una simple cortada en su pierna izquierda, una cortada que, lo dice el mismo Jaime con sus palabras campesinas, se le inconó. Sin embargo, aquella cortada fue solo una excusa para dejar el fútbol, la verdadera razón por la cual Jaime se olvidó de los guayos y los balones y el césped, fue que en los mismos días en que sufrió la pequeña herida, lo trabajaba una obsesión: ser más rápido que una calculadora.

No hay trucos, solo esfuerzo

El 24 de mayo de 1989, cuando tenía 33 años, Jaime obtuvo su primer guiness récord: calculó la raíz trece de una cifra de cien dígitos en algo menos de un segundo. Eso pasó luego de renunciar al fútbol y de haber comprobado que podría ser más rápido que cualquier calculadora haciendo multiplicaciones y divisiones e incluso potencias; luego de casarse con Marlene , la niña que había conocido en el colegio y que fue su única novia, y luego de viajar por varios pueblos tan pequeños como el mismo Málaga enseñando lo suyo, los cálculos.
Primero pasó por Enciso, luego por Miranda, Capitanejo, Carcasí. Tenía 21 años entonces y publicó de bolsillo propio una especie de cartel que se titulaba: “técnicas para tener habilidad mental” que repartía por las calles. De esos pueblos pasó a Bucaramanga, y allí mismo el diario Vanguardia lo entrevistó por primera vez. Aquella entrevista le significó, como él mismo lo dice, “una explosión”.
Fernando Gonzalez Pacheco, que para esos días conducía Animalandia, se enteró de su existencia y decidió llevarlo al programa. Fue un respiro para Jaime, pues corría el año 81 y su primer hijo, Jaime Alexis, ya contaba un año. El show con Pacheco le sirvió para hacerse conocer en Bogotá y dictar algunas conferencias que le granjearon más billetes que monedas, al contrario que en los pueblos ignorados de Santander.
Pero el mayor cambio de su vida vino después de ese 24 de mayo en que obtuvo el guiness. Luego de que se conoció el rércord, una periodista de Barranquilla lo entrevistó, la entrevista fue leída por algún periodista español y, al año siguiente, luego de ganar otro guiness por memorizar un número de 220 dígitos al verlo solo una vez, varios medios españoles lo contactaron y lo invitaron a ese país.
En 1994 se trasladó a Madrid, España, junto Marlene, y a sus hijos, que ya eran dos: Jaime Alexis, con 14 años, y Ubeimar Arley, con 11.
La decisión de irse a España fue por una razón simplísima: se cansó de enviar cartas sin obtener respuesta alguna a los gobernantes de este país diciéndoles que estaba interesado en enseñar su método en escuelas y colegios. Nunca, nunca recibió una sola respuesta a alguna de sus cartas.
En España, por otro lado, empezó a ser invitado por universidades, colegios, cadenas de televisión, no solo a demostrar sus cálculos, sino a enseñarlos. Eso ha hecho en la Universidad Complutense de Madrid, en la Autónoma de Barcelona o en la Universidad del País Vasco, para poner algunos ejemplos.
Por cada una de las conferencias le pagaban en pesetas el equivalente a unos 200 o 400 euros actuales. En pocos años, dictando hasta quince conferencias por mes, compró una casa y se instaló en Brunete, un pequeño pueblo cercano a Madrid.
Las apariciones en la televisión, en los colegios, en las universidades, hicieron de Jaime en España algo así como una especie de celebridad. En la calle, ahora, le preguntan cálculos, lo felicitan, hay quienes le agradecen porque después de conocer sus métodos sus hijos son mejores con las matemáticas.
A Colombia Jaime viene pocas veces pues anda la mayor parte de su tiempo  ocupado dictando conferencias en países a los cuales es invitado: Japón, Alemania, Brasil o Argentina. En este último país, hace poco, haciendo parte de un programa de la National Geographic, tres matemáticos de la Universidad de Palermo lo pusieron a prueba. Al final, cada uno de ellos coincidió en que lo único que querían saber era cómo hacía ese hombre menudo, con más pinta de sacerdote que de matemático o calculista, para resolver en menos de un segundo el seno de 79.56. Vea aquí el video de la prueba
En esa misma ciudad, un grupo de psiquiátras decidieron estudiar el cerebro de Jaime. Escanearon su corteza cerebral mientras resolvía varios problemas de cálculo matemático. La conclusión fue que Jaime había aprendido a usar durante mucho más tiempo el área del cerebro que se denomina como área 44, una zona cuyo uso diferencia al hombre del mono y de cualquier animal, pues es la utilizada para la producción del lenguaje y el razonamiento abstracto.
La conclusión indicaba que el truco de Jaime era eso: usar durante más tiempo el cerebro. En síntesis, solo se trata de esforzarse un poco más.

“Solo quiero enseñar”

Tiene 56 años, una memoria que supera la suya o la mía y que hace justicia a la vieja metáfora de la fotografía. Pero es enfático en decir que no es un genio, ni un superhumano, como dice el programa de televisión, ni una calculadora humana. “Soy un hombre cualquiera que se ha dedicado a trabajar mucho en algo, y que por eso ha desarrollado un talento”. Es tan corriente, lo dice él mismo, que apenas sí terminó el bachillerato y que el único título académico que podría esgrimir es el de Bachiller Técnico Industrial.
Jaime dice que solo quiere enseñar. Que lo de hacer un espectáculo resolviendo todos los cálculos imaginables que se le puedan ocurrir a usted o a cualquier persona es algo menor, sin importancia. Que más bien le gustaría hacer por Colombia, por los niños de Colombia, lo mismo que hizo por sus hijos, a quienes les enseño parte de sus métodos. Hoy, uno de ellos es economista y el otro médico neonatólogo.
Pero se lamenta de que eso que él sabe, que ha descubierto e investigado, parece no tener ninguna importancia para su propio país. Paradójico, en un país que en 2013, según la Ocde, ocupó el puesto 62 en nivel educativo entre 64 países evaluados, teniendo además el puntaje de matemáticas como uno de los más bajos.
Se lamenta, y dice que le gustarían menos espectáculos y más escuelas.
Le gustaría hacer cosas, como por ejemplo, las que hace Scott Flansburg, un norteamericano de 51 años que tiene el mismo talento de Jaime y que, como él, ostenta otros cuantos guiness récords como calculista. Flansburg es profesor de una escuela de New York y dicta conferencias para la NASA, el IBM, The Smithsonian Institute y el Concejo Nacional de Profesores de Matemáticas de ese país.
Por ahora, Jaime seguirá viviendo en España, dictando conferencias en escuelas y universidades, enseñando a quien se lo pida cómo manejar ese instrumento antiguo e irreconocible que es el ábaco.
A él, en Colombia, nunca le han hecho una propuesta de ese tipo. Jaime, la llamada calculadora humana, hace pensar que la verdadera diferencia entre los países del primer mundo y del tercero, es que aquellos han sabido siempre distinguir a quienes pueden ser sus ejemplos.